
De ahora en adelante no diré carajo: diré Svalbard; y a menos que se estudie geografía nadie sabrá que lo estoy mandando al lugar más al norte del mundo, a unas islitas noruegas del Ártico donde los osos polares superan a la gente y donde, por supuesto, Schenguen no es nada, porque si fuera un acuerdo para circular libremente por la Unión no se parecería tanto al mismísimo carajo o al lugar de acogida que prevén los verdes noruegos para los inmigrantes.
Les han caído del cielo, ya no de Siria, Afganistán, Serbia, Iraq… y hasta hablan de puestos de trabajo, ahora que la minería del carbón despide a varios de los menos de 3 000 habitantes. Puede que sea este, sin embargo, un gesto muy humanitario de los noruegos y yo lo comprenda menos que su idioma. Puede… pero del mismo modo que no esperaba mansiones de Oslo, no imaginaba un paisaje tan templado y desolador para gente que se resiste a morir de un tiro, de hambre o de miedo.
Con esa lógica noruega el mundo podría “aniquilar”, de paso, dos inconvenientes. Así, mientras se “deshace” de los millones de desplazados va reservándoles un sitio conveniente: se me ocurre que talen madera en Siberia, que pesquen en Alaska y construyan turísticos iglús para si alguien quiere embadurnarse de aceite y hacerse el esquimal. O que los conduzcan a islitas remotas de nombres que solo aparecen en los mapas y les coloquen algunos botes, por si un día se aburren y se las dan de malagradecidos.
Y lo más triste es que, quizás, miles y miles de inmigrantes terminen agradeciéndole a los escandinavos su diplomático eufemismo, la disimulada y primermundista manera de cagarse en el mundo y mandarlos al carajo, o sea, a Svalbard.